El Ángel y la Musa - Mauricio Onetto
Hace mucho tiempo atrás
(unos 100.000 años humanos),
en una tierra muy lejana
(probablemente en las inmediaciones del Olimpo),
me encontraba llevando un mensaje para Gabriel.
Si bien, la Tierra aún no tenía el aspecto de hoy,
el suelo carecía de su tapiz verde,
el cielo aún no era azul,
ni la brisa refrescante,
pero volar …
… volar siempre ha sido lo mejor de ser ángel.
En aquel viaje
divisé a una dulce niña
(de unos 3 o 4 años humanos).
Me acerqué, encantado por quién sabe qué
(en aquel tiempo yo tendría unos 3 o 4 años de ángel).
Te contemplé y te contemplé.
Reímos y hablamos de quién sabe qué
(era demasiado joven para recordarlo).
Partí, lloraste y lloré …
… quién sabe por qué.
Tiempo después
(unos 50.000 años humanos más tarde),
en una tierra muy lejana
(probablemente en las inmediaciones del Olimpo),
me encontraba llevando un mensaje para Miguel
(mi jefe, conocido entre los humanos como el Cristo).
La Tierra aún no tenía el aspecto de hoy
y extrañamente volar …
… volar había perdido algo de su encanto …
… quién sabe por qué.
En aquel viaje
divisé a una dulce joven
(de unos 14 o 15 años humanos).
Me acerqué, temblando por quién sabe qué
(en aquel tiempo yo tendría unos 17 o 18 años de ángel).
Te contemplé y te contemplé.
Nos reconocimos, reímos y hablamos.
Te presentaste como aprendiz de Musa
y yo como proyecto de Ángel.
Partí, no lloraste, ni lloré
(era demasiado joven para llorar).
Tiempo después
(unos 50.000 años humanos más tarde),
en una tierra muy lejana
(entre el Hidequel y la región real de Persia),
me encontraba llevando un mensaje para Daniel
(era un gran privilegio llevar mensajes a un humano).
La Tierra ya tenía el aspecto de hoy,
el suelo tapizado de verde,
el cielo engalanado de azul,
y la brisa refrescante acariciando mis alas.
Pero extrañamente volar …
… volar ya no me robaba el sueño …
… el sueño me lo robabas tú.
En aquel viaje no te divisé.
Vacilé en mi misión y te busqué …
… quién sabe por qué.
(en aquel tiempo yo tenía 30 años de ángel).
De pronto, mis alas fueron rasgadas
y un colosal golpe me envió a tierra.
Un gran demonio me sobrevolaba
y se aprestaba para acabarme
(así llamamos a la muerte de un ángel).
Era el príncipe de la región real de Persia,
Me puse de pié y lo enfrenté …
… quién sabe por qué
(ya nada valía la pena).
Certeros golpes me herían y desgarraban.
Poco podía hacer sin mis alas.
Resistí sólo 21 días humanos
(un suspiro de ángel).
Finalmente fui incapaz de ponerme de pié.
El príncipe de la región real de Persia
preparó su golpe de gracia y
sin asestarlo se retiró.
Era Gabriel, quien, sin saber por qué,
acudió a Hidequel.
Colosal batalla se libró en los cielos.
Por otros 21 días ni un solo pájaro se atrevió a volar
(las aves y animales pueden ver todo cuanto hacemos).
Desde el suelo, agonizando,
pude ver que incluso con mis alas habría perecido.
Fue una batalla soberbia.
Al amanecer del día 22 ambos se detuvieron.
¡Miguel! ¡Había llegado Miguel!.
El príncipe de la región real de Persia,
sin presentar batalla, se retiró
(nadie en su sano juicio se enfrentaría a Miguel,
aunque más tarde, alguien lo haría).
Mientras Gabriel entregaba mi mensaje,
Miguel me tomó entre sus brazos
y me llevó a las alturas.
Sus cálidas manos
curaron mis heridas
y repuso una de mis alas, diciendo:
“ahora puedes bajar”.
Comencé a descender
quién sabe a dónde y para qué.
De pronto, en lo alto de una montaña
(probablemente el Olimpo),
divisé a una hermosa mujer.
Te contemplé y te contemplé.
Tu mirada me abrazó y acarició.
Nos reconocimos, pero no pude dejar de bajar,
un ala sólo sirve para bajar, no para volar.
Partí, no lloraste pero yo lloré
(ya no era tan joven).
Al tocar suelo descubrí que
me hallaba en la vecindad de la tierra
(hogar de los humanos).
Me revisé cuidadosamente
y noté que mi ala derecha no se repondría jamás.
Mi armadura había sido restaurada
y a diferencia de cualquier ángel caído,
no la vendí,
me propuse conservarla …
… quien sabe por qué.
Tras dormir por un año humano
(una siesta angelical),
me puse de pié y
di un vistazo a todo cuanto me rodeaba.
En el Sur había un lago,
rodeado de bosques de hojas tiernas y verdes
(los ángeles caídos se alimentan de verde).
El Oriente estaba amurallado por
una inagotable fila de montañas,
cada una vestida de falda verde y manto blanco.
El Occidente estaba bañado por el mar,
un gigantesco recipiente de tinta azul
con el que Miguel pintó el Cielo
en el amanecer del tiempo.
El Norte, desolado,
sólo contaba con un monte,
alto y majestuoso.
Tan alto, que se pierde entre las nubes.
Tan majestuoso que temes contemplarlo.
Claramente se trataba del Olimpo.
Partí, entonces, rumbo al Sur,
sin antes estrellarme raudo contra el piso, frío y húmedo
(los ángeles caídos olvidan que no pueden volar).
Partí, entonces, rumbo al Sur … caminando.
Un año me alimenté de verde,
y aún tenía hambre,
me faltabas tú.
Vi a una niña llorando,
sentada bajo un sauce
a orillas de un estero.
El sauce me reprendió y me instó a acercarme
(los árboles son grandes amigos de los ángeles).
Me senté a su lado,
apoyé mi cabeza en su hombro
e intenté sin éxito leer su corazón.
¿Había perdido el don?
Cabizbajo, partí rumbo al Este … caminando.
Un año me alimenté de verde,
y aún tenía hambre,
aún me faltabas tú.
A los pies de un ciprés,
se hallaba un anciano llorando.
Me acerqué al ciprés y excusándome dije:
“He perdido el don,
soy incapaz de leer un corazón”
El ciprés, mi buen amigo ciprés,
me sonrió tiernamente diciendo:
“Recuerda, es un corazón humano.
El corazón humano tiene puertas cerradas
y no le abrirá a un desconocido”
El ciprés, mi buen amigo ciprés,
continuó diciendo:
“Ábrele tus puertas, invítalo a entrar,
muéstrale tu corazón y sólo entonces
dejarás de ser un desconocido”.
Me senté junto al anciano, le sonreí,
me miró y se detuvo en mi armadura.
Enseguida, me quité la coraza,
el anciano sonrió.
Su mirada se iluminó y
aleluya, pude ver su corazón.
Hablamos, lloramos, reímos.
Notablemente descargado
(los ángeles aligeramos corazones),
el anciano se puso de pié,
sonrió y partió.
Notablemente descargado,
me puse de pié y partí rumbo a Occidente … caminando.
Contemplé el tintero de la creación,
recordé a Miguel, sus tibias manos,
recordé cuánto gozaba volar,
te recordé a ti,
tu mirada, tu sonrisa, tus manos.
Me sumergí en la pintura
y bajé y bajé.
De pronto, en el rincón más profundo del mar,
vi a un poeta llorando desconsoladamente.
Me acerqué, le sonreí.
me miró y se detuvo en mi armadura.
Enseguida, me quité la coraza,
sin embargo, eso no bastó
(un ángel tiene prohibido ayudar a quien no quiere ayuda).
Observé a su lado, lo que parecía un monte marino,
que en realidad eran miríadas de poemas.
Me bastó leer el primero
para reconocer que la musa inspiradora eras tú.
Leí, leí y leí.
Definitivamente eras tú.
Poemas de cielos y montañas,
de océanos y manantiales,
de centauros y sirenas,
de unicornios y estrellas,
de héroes y princesas,
de niños y conejos,
de madres y doncellas.
Leí, leí y leí.
Definitivamente eras tú.
Finalmente …
… sabiendo perfectamente por qué …
… sabiendo perfectamente para qué …
… sabiendo perfectamente dónde …
… partí al Norte … caminando.
Consciente que tendría menos verde,
pero, por fin, vi claramente cuál era mi Norte.
Partí … caminando, hacia ti.
y sin darme cuenta olvidé mi coraza en el fondo del mar
y sin darme cuenta, con una sola ala y sin coraza
otra vez pude volar.
Mauricio Onetto